(En un punto del recorrido que los toros hacen en
Pamplona, camino de la plaza, existe un comercio que ostenta ese lema, en la
muestra colgada en la entrada.
Mi recuerdo inmediato, al verlo la primera vez, fue la
tienda de mi padre. Hay recuerdos que, sin exageración, sentimos sagrados.)
En Vistalegre, Morante y Finito, con preciosos trajes de
luces, y el Juli, algo más soso de vestuario, han celebrado una corrida de
toros cuya música, esta vez, no fue interpretada por una banda de música sino
por una orquesta.
La idea tiene cierta novedad, frescura, un pelín de
riesgo de rozar lo inefable pero, en general, queda como un intento, acaso
innecesario, de fundir dos hermosas artes en un sólo espectáculo.
Porque las corridas de toros (la Fiesta Nacional, pese a
los menguados a los que pesa) son algo de mucha tradición, me parece preferible
mantener la de la banda de música.
Si hay un aprendizaje y una memoria genéticos, en los
huesos, en la retina y en el oído de los aficionados, en su emoción y en las
entretelas más hondas de sus vivencias, por ahí anda también la sonoridad emocionante
de las bandas, no sólo en los toros sino también en las cofradías de la Semana
Santa y en los desfiles militares.
Seguramente conviene conservar estas y otras cosas y no
hacer caso de los miserables descafeinados que pretenden superar sus
indigestiones acomplejadas, homologando con bárbara y antipática tabla rasa las
diferencias enriquecedoras que las gentes aportan por el ancho mundo y que
hacen que la vida no sea un pasmo gris y tibio, sino un trastorno
interesantísimo, con resplandecientes colores y clima continental, ese de las
temperaturas extremas. En la variedad consiste el gusto.
Y hay recuerdos que, sin exageración, sentimos sagrados.
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