Hay unas aceras largas, en una calle tranquila, con dos o
tres automóviles (solamente) que reposan, más que aparcan, adosados a ellas.
Tienen las tales una construcción con materiales de dos
colores: franja central, oscura, flanqueada por dos, de tono claro.
La central era el puente en el que la “víctima” se ponía
a salvo de los feroces asaltos del “cocodrilo”. Cabe decir que la “víctima” era
pequeña y sevillana; y ahora, andando el tiempo, ejerce plurales idiomas y
romances en la ciudad soñadora que famosamente perdió Boabdil, más tonto él.
El “cocodrilo” es ahora más que veterano y se aproxima a
la recta (o la curva) final a más velocidad de la que quisiera. Pero ha
encontrado (lo reflexiona a veces, no sólo hoy, en la proverbial inspiración
del oloroso) la manera de conjugar, que Dios reparta suerte, sus cariños entre
el citado y el otro, insistente, combativo, esmerado, que la madrileña siembra
y azuza a través de la vida presente.
Luego, es menester admitir, reconocer, confesar su
singular debilidad por su tercera niña que, asombrosamente, tiene tres ruedas y
cuyas citas, cuya glosa, asoma y se omite, en una suerte del juego que llamaban
“el esconder” en el Pedroso y no sólo allí, delatando los talones de Aquiles
que (si es que eres un inocentón) se asumen, según la jornada, en estas
reflexiones del Hipocampo.
Noviembre va acabando: atentos a los polvorones.