Por increíble que parezca, dada mi proverbial torpeza para el bricolaje, el mundo de las ferreterías ejerce en mi ánimo una garantizada fascinación.
Lo abigarrado y mayoritariamente arcano -- para mí -- de las mercancías y herramientas que en esos establecimientos se expenden, con la diversidad de materiales y los colores, brillantes o no, con que están construidas, implican una considerable seducción que imagino magnificada por mi ignorancia que no es crasa sino, tal como se lleva ahora decir, "lo siguiente".
En mi ya prolongado asentamiento como ciudadano de Chiclana de la Frontera, dos empresas principales del sector me han abastecido de cuanto artilugio me fue requerido por el Destino, casi siempre arrebatado por el carro de Elías que suponen los proyectos de lady Taladro. Una de ellas, la que, ay, tenía sucursal próxima, cerró poco ha; así que la otra, algo distante, es la que a la sazón acapara mis devotas expediciones.
Para no sufrir las demoras que se derivan de la numerosa concurrencia clientelar, y valiéndome de mis costumbres madrugadoras, suelo asistir a la hora de apertura: hoy, por ejemplo, era yo el segundo "operario" en espera. Con puntualidad llegaron los empleados y dio comienzo la jornada. Somos disciplinados. Yo ingreso con mascarilla, cumpliendo, aunque casi sin convicción, los vigentes requisitos; aguardo mi turno extrayendo previamente el "ticket" con el numerito de la máquina que certifica el orden de llegada; y compro una lata de esmalte antióxido blanco, otra de disolvente, una brocha y un par de guantes para el trabajo en el jardín.
En ocasiones experimento un difuso impulso de eclecticismo y entonces suceden estas escapadas de las habituales divagaciones y de los circuitos neuronales de la fantasía, estas esporádicas inmersiones en la realidad, estas gestiones inocentes y pragmáticas que, como soy mayor, me confieren una resplandeciente aura de augusta eficiencia.