Como hoy, a las puertas del verano, algún día nos sale de lluvia.
("Lloviendo en Junio", página de un cierto libro.)
Así era entonces, en los veranos del Pedroso, cuando unos nublados de tormenta se resolvían en el sonido solemne del trueno y en el olor fecundo, perfumado y feliz de la tierra mojada que venía del jardín, del olivar que arropaba aquella finca que alquilaba papá, para evitar los calores ciudadanos de Sevilla.
Días calmos, tregua y bálsamo previo a la parrilla de los julios y agostos andaluces.
Adolfa, Goyo, Manolo, personajes que habrían dado para un relato, con sus meras vidas, posando sedimentos de memoria que unos ojos asombrados (todavía más tirando a azules que a verdes), de crío, incorporaban, tan ajenos a lo porvenir, al rosario de sucesos que a cada uno, a todos, nos aguardan.
Hoy, como una leve burla del Destino, terminar de limpiar los cristales apenas media hora antes de este repentino cambio de cielo, de mar. Pero qué agrado interior, qué sosegado acorde de nostalgias, espigar sin apuro dos o tres recuerdos, mientras uno, tan lejos o incluso tan cerca del que fue, se acaricia la barba y atusa el soñador mostacho de ex-rey de copas o de improbable y anclado cazador de ballenas.