Fenómeno
imposible sin la contemporánea alienación de la televisión, el internete y
demás adicciones (esponjas con insistencia pasadas por nuestras mentes), la
chica Taylor, a despecho del colectivo frenesí y el fanatismo imberbe que va
levantando entre la legión de jovencitos de dudoso caletre, no ofrece relieves
de consideración en lo adocenado, trillado y facilón de su música, ni en la
puesta en escena gigantesca y ya cansina de los grandes “shows” al uso, ni en unas facultades como cantante muy por debajo
de numerosas intérpretes que la precedieron y/o comparten hoy su actividad en
el mundo del espectáculo.
Tampoco
pasa de ser una especie de “barbie” multimillonaria que de manera inexplicable
e hiperbólica intentan subir a un podio de mozas verdaderamente guapas, que haberlas,
haylas, en florida y abundante cosecha.
Pero
ahí la tienen: notición preferente de idolatría con miles, millones de
seguidores, muestra, ésta sí relevante, de una decadencia, de todo lo que la
globalización tiene de pandemia con tontunas.