Soñé contigo. Estabas intacta, como en aquellos días lejanos y gloriosos en los que, enardecidos por el verano, nos "vimos venir", y dejamos que la tentación siguiera su luminoso curso, fácil y complaciente.
Con tus rizos, tus radiantes ojos de melaza y tus manos pequeñas y hábiles de dibujante/docente, la memorable frase que empleaste fue "no se nos puede dejar solos".
Porque es lo que habían hecho esas dos noches los otros amigos de la reunión habitual.
De los de palabras (cuya afición compartíamos) pasamos a los otros juegos. No te estorbó el noviete con el que empezabas a salir, para darte a mí sin más. Tampoco yo miré la devoción que ya tenía por la mujer que pronto iba a hacerme sufrir. Porque eran, entre nosotros, unas caricias guapas de colegas, una atracción feliz en la que no cabrían el compromiso, las ataduras, todo aquel equipaje que sabemos cómo termina pesando.
Con una tercera sesión apasionada, un mediodía caluroso, y antes de un viaje tuyo, quizá presentimos los flecos siempre gustosos de aquello.
En mi sueño, seguías teniendo los hermosos muslos blancos que, entre otros matices, tanto me atrajeron de ti.
-- No irás a decirme que te has levantado de madrugada sólo para escribirlo.
-- Bueno, ya estaba desvelado.