Ningún reparo en declarar que la atención, incluso la preocupación, por el pelo (que no pocos ya entonces usábamos largo en la vida civil) fue en nuestra generación un tema de importancia algo más que relativa. Si tenía un ingrediente de vanidad o de simbólica, y por ello ingenua, rebeldía, tal hecho no debería desmentir esta afirmación.
El caso es que, en su momento, llamados a filas, la realidad castrense iba a imponernos su rigor, y de forma muy visible, en ese aspecto de nuestro ídem: de aquella catadura que, en el tren que nos llevaba a San Fernando de Cádiz, exhibíamos cada uno de los mozos, no quedó rastro apenas cuando al día siguiente pasamos por la barbería del cuartel y nos enfundamos además en los uniformes que, según el reglamento, incluían el uso permanente, obligatorio de la gorra y/o el lepanto. ¿Quién no habría sospechado enseguida que aquello podía influir, de modo negativo y por falta de la saludable ventilación, en el medro futuro de nuestras frondas?
Que más de cuatro previsiblemente hubiésemos preparado el ánimo para semejante impacto, no mitigó el desconcierto primero de aquella tabla rasa.
Cuando no hay escapatoria, lo de amoldarse es cuestión de tiempo; y de eso había dieciocho meses por delante. Pero algunos nos propusimos con firmeza esquivar al menos la gorra, en cada situación posible. Y en esas fechas, aunque después de este redactor, apareció.
Los más próximos, con reducción rutinaria y ruda (la aliteración no es deliberada) fueron llamándolo "el Jerez", partiendo de su origen y evidenciando nulas creatividad e imaginación en el apelativo elegido. Y, porque era uno de los remisos al uso de la gorra, había que verlo, deambulando por las zonas más discretas del cuartel de marinería, con cierta sobria ondulación solemne y parsimoniosa que, de manera principal, tenía como objetivo obsesivo que la dirección del viento (el que tocara cada día) no levantase, despeinándolo, la levísima porción de cabello que, como elaborada y tímida cobertura, iba creciéndole con paciencia y elementales cuidados.
Me parece recordar que, hasta en el habla, de marcado acento andaluz, se prodigaba poco, para no distraer ni en eso la concentración que a la defensa de la disposición capilar le era indispensable.
No arrojo la primera piedra; que yo también me esmeraba en hacer sutiles maniobras con la gorra que, lejos, muy lejos de encasquetar tal como las órdenes superiores establecían, posaba con delicada aprensión y precario equilibrio sobre mi cabeza, como método que quizá minimizaría los temidos efectos posteriores sobre mi añorada, y recuperable, melena.
Dios, sobre todo; y ese refrán que dice "dentro de cien años, etc."