Celebérrimo,
sobre todo, por su larga carrera cinematográfica de personajes preferentemente
ligeros, comedias y trances romanticones, y su apostura británica (cabe escribirlo
así), el señor Hugh Grant se porta como un maestro en ese laberinto ominoso y
tétrico que es la casa siniestra de “Hereje”.
Ahí nos da
una faceta de su trabajo que no es frecuente y, con el carácter que a todos nos
acrecientan los años, lleva adelante el peso casi absoluto de este “film” que desliza paradojas y
severidades críticas acerca del fenómeno de las religiones, con lo que tiene de
apuesta por el misterio y de clavo ardiendo al que nos enseñan a agarrarnos,
por más que proliferen después las dudas más lacerantes y los escrúpulos con
los que terminamos descreyendo como si no hubiera un mañana.
El asunto
mantiene la tensión, a pesar de la fantasía de que notorios moribundos
prolonguen una suerte de agonía activa y peligrosa que el espectador bonachón
procura incorporar al pacto, a la convención que también comporta ir al cine.