Hoy es un día raro que amaneció con sinfonías florales y
acristaladas. Ni siquiera me enteré de que nos han cambiado la hora, esa cosa
frívola con la que nos trajinan dos veces al año. Mejor sería que unos
gobiernos decentes (pero no los hay) frenaran el insaciable canibalismo de las
empresas eléctricas, tan decoradas de consejeros que se forran y, supongo, de accionistas
complacidos.
Un día raro, en el que el Hipocampo se aventura a extraer
de los fondos de su cofre pirata, hecho de conchas y algas, una reflexión
diagonal, como el movimiento de los alfiles. Ya te digo.
Me tienta tu ternura, tu, a veces, carácter satinado,
aunque bien sé que son discontinuos, a rayas intermitentes, como la piel del
tigre. Y que ello tiene un coste: “Dame
permiso para aterrizar, pero luego no me pases la factura”, un Quique dixit,
con personal acierto, con la sabiduría que debió darle la experiencia de la
peripecia, pasablemente única, de cada individuo.
Porque no soy de hierro, ni de acero inoxidable, ni de
indestructible roca (¿las hay acaso que aguantarían la erosión, el mero transcurso
del viento y del tiempo implacables y los otros inevitables factores de lo que
nos destruye?), cedo a la tentación de fabricarme, superponerme lo que no sé si
soy, sin ser tampoco lo que, en ocasiones, tiendo a creer que podría llegar a
ser.
Ni yo me explico; ni “a quién le importa”, Alaska. Ni a
dónde vamos, ni cuándo, ni cómo (ya lo cantaba Nat King Cole, aquel negro de la
voz dulce al que Sinatra le daba la preferencia y mi padre, en su personal
órbita medio irónica, con guasa de Puente Genil, llamaba el Gañán).
¿Qué?
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