Había estado a punto de comprarse uno de esos Fiat de
colores suaves que tan de moda se habían puesto. Pero le pareció, al final, que
era “un coche de chica”, y con su carácter resuelto prefirió un Mini.
Ahí estaba, mirando los grandes y vistosos relojes del
salpicadero, mientras esperaba los dos minutos que tardaría en llegar el
autobús escolar cotidiano, en el que de inmediato subieron las niñas, siete y
nueve años, camisas-polo blancas y falda escocesa en tonos rojizos. Ya arriba,
desde la ventanilla, redoblaron los besos al aire y el manoteo juguetón del
adiós, mamá. Partió el autobús, cumpliendo el itinerario de costumbre y ella
esperó un poco más, a ese lado de la rotonda.
El hombre despertaba muy temprano, costumbre voluntaria,
natural, desde que podía recordar. Cada día un café fuerte, el afeitado
riguroso y lento, la ducha.
Al entrar en el garaje, presintió, antes que ver, los
brillos de la Harley en la penumbra. (En algún rincón se obstinaba un grillo
con un estruendo incansable de élitros. Había leído, o le habían contado que ése
era el reclamo, la llamada para el emparejamiento.) Montó; dio el contacto; y
el profundo sonido de la máquina impecable y poderosa lo llenó, como siempre,
de satisfacción.
A esa hora, y más por aquellas urbanizaciones, apenas
encontraba tráfico, mientras rodaba despacio para acercarse a ese lado de la
rotonda.
En el abrazo de los cuerpos, ambos pensaron, sintieron
que todo horario es maravilloso. Que el amor, la pasión, el deseo…
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