Cualquier persona humana (incluso las que no lo son) los
conoce. Y que los hay de variadísimos estilos.
Hoy evocaremos con preferencia los que, para crecer en
alcurnia cosmopolita, se vienen llamando “pubs”.
Los más entonados y elegantes, tienden a la madera
tallada, a los bronces y a las tulipas de controlado resplandor opalino; a la
buena moqueta que contribuye al rumor calmo y asordinado que clientes de
acreditada educación jamás profanarían.
En privilegiado emplazamiento se alza el notable altar o
retablo casi barroco, la estantería profusa donde las botellas más diversas,
como hermosas modelos de pasarela, exhiben deslumbrantes la fantasía infinita
de sus formas, de sus etiquetas, relatando orígenes, remotas procedencias,
aventureras heráldicas, prometiendo en fin toda suerte de sabores, sensaciones,
éxtasis. Espejos biselados y luces indirectas, aunque estratégicas, aumentan su
relieve y su incuestionable importancia, nunca disputada por pintura o grabado
alguno en la decoración matizada, que nunca debe cometer excesos.
La barra… qué decir: las molduras, el frecuente mármol,
el rodapié que ennoblece el grueso tubo de latón pulido y dorado…
Como sin par escultura de Praxíteles, el visitante
habitual, el paradigma, nos admira con el logro artístico de su delicado y
viril equilibrio: la copa, un poco en alto, un gentil y estudiado semicruce de
gambas que aporta mero apoyo en un solo pie, y el codo, posado apenas,
completando los casi milagrosos tres puntos que generan el ilusorio plano de
los geómetras.
Los bebedores conocen el escenario, el ambiente. También
los que, como yo hago a diario, abandonan la costumbre y la afición del
alcohol.
El bar, el “pub” poseen un halo de magia, una tentadora
sugestión de paraíso, muy difíciles de recusar.
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