A pesar de honrarme en tener un sobrino
entomólogo, por los pagos de Utrera, mi rechazo, mi irrefrenable repulsión por
los “bichos” no pueden ser mayores.
Y hoy, los Hados que no perdonan se han
cebado conmigo cuando, al descorrer la cortina de la ducha, listo para el
cotidiano remojón, una araña insolente, invasora, carente de toda invitación
preceptiva y aun posible, pendía de su hilo, conectado con desfachatez a un
punto que no me demoré en averiguar.
Poseído al instante por un espíritu
relativamente valeroso, algo en la línea de Indiana Jones, descolgué con
rapidez la “alcachofa” y, dando todo el caudal al agua corriente, repelí la
absurda y no solicitada presencia que se fue por el desagüe y ojalá no pare
hasta LOS antípodas. (No lo voy a
repetir, ¿vale?)
Los maliciosos, los intrigantes urdirán
la elemental calumnia de interpretar tal aparición como resultado de unos usos
acaso parcos de las instalaciones y delicias del cuarto de baño; y se harán
inmediatos acreedores a mi desdén, dignos condenados por mis conciliares
anatemas.
Los que me conocen y, más todavía,
“las”, darán fe de mis hábitos con el agua y el gel, con la colonia nocturna
que cierra el protocolo precursor del sueño, con el champú que ha acariciado a
diario todo este pelo de oso polar.
¿Una araña en la ducha? ¡Vade retro!
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