USA y Cuba dan muestras de ser otra vez
amiguitos.
Así que celebran en la capital yanqui
una ceremonia de colocación de la bandera isleña.
(Me detengo un instante en esta escena
de estelar estupefacción: cuesta asociar a la presunta solemnidad del acto, la
coreografía imaginativa, insólita y sorprendente de ese paso, estentóreo y
aparatoso, que ejecutaron, mucho más pimpantes que aguerridos, los tres
uniformados que portaron y luego izaron la bandera mencionada.
Claro es que el tumultuoso
entendimiento, la visión del mundo que se tienen en el Caribe, seguramente
difieren de los nuestros, meros godos peninsulares. Y eso que, ahora y aquí,
nos están colocando cada edil “ilustre” que tiembla el misterio.)
Remata la faena el enviado especial para
la ocasión, ministro de exteriores creo, de Castro, que aprovecha el momento
para desparramarse (un detalle de delicada cortesía, contención, prudente
diplomacia y ganas de llevarse bien) en los más enfáticos elogios del líder
anciano y barbudo y del desastre prolongadísimo que perpetró y que se empeñan
en vender como “triunfo de la Revolución”. Ya te digo.
Suena a última (o quizá penúltima, son
así) rabieta, a exabrupto revanchista, a ordinariez inoportuna y premeditada, a
la que los gringos puede que le echen paciencia.
Rabieta inútil; porque, en adelante, los
afortunados supervivientes de ese dilatado chapuzón comunista se van a volver,
y con prisas, los nuevos consumidores de productos, modos de vida, aire de
respirar, diseñado todo por ese capitalismo que tanto denostaron pero que va a
ser a la postre su única, y tan sañudamente escamoteada por el régimen
guerrillero, tabla de salvación.
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