martes, 21 de julio de 2015

Después de medio siglo muy largo,



USA y Cuba dan muestras de ser otra vez amiguitos.
Así que celebran en la capital yanqui una ceremonia de colocación de la bandera isleña.
(Me detengo un instante en esta escena de estelar estupefacción: cuesta asociar a la presunta solemnidad del acto, la coreografía imaginativa, insólita y sorprendente de ese paso, estentóreo y aparatoso, que ejecutaron, mucho más pimpantes que aguerridos, los tres uniformados que portaron y luego izaron la bandera mencionada.
Claro es que el tumultuoso entendimiento, la visión del mundo que se tienen en el Caribe, seguramente difieren de los nuestros, meros godos peninsulares. Y eso que, ahora y aquí, nos están colocando cada edil “ilustre” que tiembla el misterio.)   
Remata la faena el enviado especial para la ocasión, ministro de exteriores creo, de Castro, que aprovecha el momento para desparramarse (un detalle de delicada cortesía, contención, prudente diplomacia y ganas de llevarse bien) en los más enfáticos elogios del líder anciano y barbudo y del desastre prolongadísimo que perpetró y que se empeñan en vender como “triunfo de la Revolución”. Ya te digo.
Suena a última (o quizá penúltima, son así) rabieta, a exabrupto revanchista, a ordinariez inoportuna y premeditada, a la que los gringos puede que le echen paciencia.
Rabieta inútil; porque, en adelante, los afortunados supervivientes de ese dilatado chapuzón comunista se van a volver, y con prisas, los nuevos consumidores de productos, modos de vida, aire de respirar, diseñado todo por ese capitalismo que tanto denostaron pero que va a ser a la postre su única, y tan sañudamente escamoteada por el régimen guerrillero, tabla de salvación.

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