Ya fue difícil la casualidad de
encontrarse dos veces seguidas en una ciudad tan grande, y por aquellos
laberintos del centro comercial.
La primera, con desconcierto y sorpresa,
tras aquellos años de total desconexión, un instante apresurado para el
indeciso y receloso hola, y seguir
cada uno por su lado.
Y un rato después, ahora como si una
fuerza los atrajera entre la inevitabilidad y la zozobra.
Ahí no tuvieron más remedio que
detenerse, hablar.
Él escuchó tendremos hijos, haremos lo que sea. Y contestó o pensó y luego volverá a ocurrirnos lo de siempre.
Pero estaban sentados uno junto al otro,
sintiéndose en las manos, ya enlazadas, el empujón temible de las sangres. ¿No lo notas?, señaló la mujer. Y él no
respondía, aturdido.
Como dos adolescentes, como dos
turistas, en un peldaño de una escalinata en cualquier plaza de Roma.
(Se giró; percibió cómo se movía el
débil, el leve velo de los sueños. Era por las fotos que había estado mirando,
claro.)
– Tienes que
ir al taller, ¿no?
– Sí, ¿y tú?
– Al banco;
luego a la peluquería y unas compras.
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