Lo
que la envidia de los mediocres jamás perdona es que el mérito y la excelencia
destaquen en quien sea.
Lo
que la vulgaridad detesta es la buena educación que se nota en quien sabe
expresarse eligiendo bien y sin esfuerzo las palabras para un decir coherente,
inteligente, lúcido, y todo ello con sosiego en el tono, sin descomponerse aun
en la crítica o la denuncia de mayor contundencia.
Lo
que el atávico, rancio y torpe odio de clase no tolera es un origen
aristocrático que, como cualquier otro, toca por casualidad, y del que ni para
bien ni para mal se puede hacer causa.
Lo
que los ejemplares más rudos y cafres de “machote” (que los hay hombres y
también mujeres) padecen atormentados es la superioridad manifiesta de alguna
mujer.
Así
que, Cayetana, no te descubro nada en el erizado calvario que te construyen tus
enemigos; incluso cuando se disfrazan de sólo adversarios.
A
restañar te queda -y no dudo de que ya estarás en ello- esa grieta de
ingenuidad que enseña tu entereza, al declararte sorprendida de que te disparen
desde tus propias trincheras.
A
mí, que eso hace tiempo que me lo sé, no me queda más que tocar madera para que
no desmayes, que seguramente es mucho pedirte, y para que sigas siendo un
clavo, nunca ardiendo sino del mejor y más firme e inoxidable material, al que
poder agarrarnos.
¿Cayetana o Isabel?
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