Puede
que quede todavía en pie alguien que me secunde en estas líneas, alguien que
pueda afirmar con verdad “yo viví aquello y fue de esa manera”.
Curioso
que el padre, gitano y anticuario, me creyese el más maduro y formal de aquel
quinteto de quinceañeros, guiado acaso por mis estudios de formación en el
Conservatorio* y el aparente aplomo juicioso de mi seriedad tímida. Así que
medio me encargaba no sé si aconsejar, supervisar o moderar el rumbo de su hijo
que ya nos sacaba pronta ventaja a todos en el estreno de la carne, con alguna profesional
del callejón de atrás.
Pero
había más: con mi daltonismo de toda la vida, la otra niña de los ojos de aquel
señor era una premonición de Romero de Torres, verde oliva, miel de caña y
café, por la piel y la mirada y la eclosión generosa de sus trece años. Eso y
la melena azabache sobraban para cargar de electricidad el aire alrededor de
los alevines de músico que éramos.
Que
de ahí no iba a pasar, de destilar un saludillo, alguna sonrisa suelta que
jamás podía eludir la vigilancia con rigor de serrallo, inexpugnable noli me tangere, de que padre y hermano
la rodeaban.
Para
remover las cosquillas y el revuelo de tales sonidos y resplandores, a veces
basta con volver a dejarse discurrir, 60 años después, por la calle Hernando Colón,
de espaldas a la Giralda.
*Lo han rebautizado luego y no me sirve
así. Prefiero que para mí siga como el Conservatorio de Música y Declamación,
que entonces regía D. Norberto Almandoz.
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