Parece
que para siempre, porque de aquello habían transcurrido casi treinta años y,
por la razón que fuese, la frase me quedó grabada en la memoria: “Tú estás muy
bien enseñao”, con aquel acento castizo del foro que ni siquiera le
correspondía a su origen, tan donostiarra.
El
caso es que, de manera esporádica, y más por coincidencia en lugares
profesionales que por lo que después vino a ser una casual vecindad, se conoce
que ambos nos habíamos enfilado. (Ahora recuerdo una canción de Serrat: Mírame, mírame, mírame y
no me toques pero mírame…) Nos habíamos observado, presentido quizá, con la
diferente intensidad de nuestros talantes y circunstancias, de la atracción y
el deseo o la curiosidad que fueran.
Y en
una ocasión, casi sin proponérnoslo, nos encontramos a solas, en la que
entonces era mi casa: yo, sentado, abrazándola por la cintura, gozando de sus
pechos tan hermosos, descubiertos ya y ofrecidos. (Puede que ella no se
acuerde; no son las mismas señales para todos.)
Ahí
fue cuando, a las caricias, la mujer me soltó la frase. Y callé. (Bien enseñao,
¿por quién, que no fuera mi propia vocación, mi larga espera, mis sueños
desatados, aquello que Durrell designó con magisterio como “la sed de
belleza”?)
Luego,
gobiernos van y vienen, hubo otros encuentros. Y otras largas pausas, y quién
diría que alguna química, como dicen los del diseño, había entre nosotros, tan
dispares, tan lejanos en rumbos, vidas, planteamientos.
Mientras tomábamos un café en un bar cerca de la SGAE, escuché
la anterior confidencia, comprendiendo a mi colega y viejo amigo, entendiendo
su tendencia a la pasión, su personal y acaso intransferible variedad de las
formas de amar.
La gente procede por lo general mediante conductas de
patrones compartidos. Pero yo sé bien que los mutantes y los perros verdes
existen.
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