Cuando los restauraron, no hace tanto, pensé que
perderían su empaque viejo, su oscura pátina, tan a tono con esa piedra
ostionera que con agradable frecuencia encontramos por aquí.
Acostumbrado luego al cambio, y hoy con el levante que
poco a poco se envalentona, parecen un barco grande, anclado sobre el mar.
(¿Habrá una orquesta, tocando para el baile sosegadas,
afables melodías decadentes? ¿Plantas de adorno, lámparas, espejos? ¿Botellas
de champán, enfriándose en cubetas de reluciente acero?)
Parecen un barco grande, con una luz de magia que los
recorta, los define, los destaca, y que les da, a esta hora, un color blanco
más que hueso y menos que crema. (¡Vaya jardín para un daltoniano!)
El faro y el islote…
de tanto verlos ahí, cosas del cariño, uno termina llevándolos bordados
en el corazón.
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