en la impía lucha interior que zarandeaba su ánimo por
mor de aquel exigente y masoquista designio, contempló (con más incredulidad
que confianza, con su congénito carácter que tendía a un escepticismo radical e
incluso sesgadamente teñido de veleidades iconoclastas) el no discutible
descenso, en fatigosos y crueles peldaños, de aquella atalaya que con metáfora
podía compararse con la columna del iluminado que otrora inspirase al rebelde
cineasta y que, expuesta a todos los vientos del desánimo, de la ambición, del
destino trágico de los ícaros y dédalos condenados sin posibilidades de apelación,
había sido la mensurable realidad de que siempre “en el pecado, llevamos la penitencia”.
Observó la báscula delatora que, con descarnada actitud
de la más artera “ritasinanestesia” desnudándose del largo y sádico guante de
raso, haciendo sangre diaria, medía las variantes, las oscilaciones, los logros
y victorias, los cobardes y fracasadores renuncios y vergonzosos retrocesos de
aquel calvario.
Admitió: diez kilos menos. Y, aun sabiendo que la vanidad
es uno de los más eficaces despeñaderos, formuló en silencio una colosal
bravata que sabía imposible:
Nadal, voy a por ti.
Y, de paso, había emitido el blog del día.
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