Un ex-compañero de estudios, a quien reencontré poco ha,
después de cincuenta años, en Sevilla, me sorprende con la noticia de que
también su hija se llama Irene. Hablamos, como es natural, de esa formidable
experiencia que es la paternidad. Decía:
Yo me
hago el fuerte, el duro. (Los chavales de ahora, porque Brando, o los estoicos,
les quedan tan lejos, no saben, no alcanzan a sentir “entre sus entretelas” lo
que eso fue y hoy sigue, por más que aparente diverso caparazón.) Pero cuando
mi hija capta, entre la marejada de sus propios vaivenes, que mi armadura
muestra algún indicio de zozobra, alguna grieta de fragilidad, me llama y me
pregunta cómo lo llevo.
Sé lo
suyo que soy. Ella, puede que con el tiempo, también perciba en su totalidad lo
que, algo más allá y por encima del destino corriente, la conecta conmigo.
Porque,
desde el principio y con el viento a favor o en contra, hemos sido y ojalá que
siga así, Irene y papá.
Ahora
te pregunto: ¿no tengo razón si me alegro de mi suerte, de mis utopías, de mi
vía láctea particular?
Lo escuché con un asombro creciente, sintiéndome como una
caja de resonancia.
Claro que tiene razón. Aunque digan por ahí que eso son
“cosas de padres”.
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