Desde
los acantilados arduos y las frías aguas que contempló de niño, ha llegado
hasta aquí.
La
fantasía de nuestros lugareños ha elaborado con gradual cautela la noticia (que
jamás podrá corroborarse) de que algún suceso grave lo decidió a dejar su aldea
natal, su nación en la alta Europa, y buscar lejos una vida nueva que lo
ayudase a olvidar (y a ocultar quizá) la realidad pesarosa, el hecho que daría
origen a su actual aureola de misterio y leyenda.
Cuando,
hace años, recaló en las afueras de este pueblo, compró al contado una pequeña
propiedad que reformó acto seguido, entonándola con sus costumbres y recuerdos
y llevando en ella, acompañado de sus dos perros, una vida discreta que, por
otra parte, no excluye una relación de correcta vecindad, de moderada “integración”
que ahora se dice. Se le conocen pocas visitas y el secreto de algún ocasional
envío por correo ha sido celosamente, inexpugnablemente reservado por el cartero,
un tal Urrutia, con fama de estricto y correspondiente reciedumbre corporal.
Como
el nombre de nuestro hombre, erizado de consonantes y signos de diéresis, es
directamente impronunciable entre andaluces, lo llaman “el Rubio”, con fórmula,
si no imaginativa, cómoda y funcional.
En
el bareto local no se le ve con frecuencia aunque su aguante de bebedor ha
despertado no poco respeto y reconocimiento entre los parroquianos habituales.
Ya
andará cerca de los setenta años. Qué sabe nadie.
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