Ocupa ahora el sillón en Madrid, merced a una componenda pactista tan legal como maniobrera.
Y se ve que, a despecho de su edad longeva, sufre de indigestión con las tradiciones españolas, mucho más cristianas, e incluso taurinas, de lo que a ella y a otros les gustaría.
Conque, esgrimiendo una suerte de talibanismo cateto, se ha puesto a cambiar los nombres de las fiestas con santo, intentando, entre la prohibición inquisitorial y el escaso disimulo laicista, que no se llame al pan, pan y al vino, vino; y que se vaya borrando de la Historia verdadera, de sobra acreditada con los siglos, todo lo que parece escocerle.
Este tipo de empeños suelen ser inútiles, además de evidenciar la barbarie de su intención y a pesar de los cuentos chinos con los que pretenden camuflarse.
Y al final, cuando todos volvamos al polvo que, en esencia, somos, acaso unos seremos polvo enamorado y otros, puede que no hayan sido más que polvo malogrado a fuerza de rencores, de intoxicadores complejos y de mala uva.
Alcaldesa: qué mísera parece la huella que tu encono quiere en vano dejar, negando las que, indelebles, seguirán en los libros, la memoria, las hagiografías.
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