Cuando, al levantarse, procedió como solía a abrir los balcones para ventilar, lo vió allí, agazapado junto a una lámina de la mallorquina.
Tan negro, tan repugnante, con los élitros y las patas plegados al cuerpo.
Cerró los cristales de inmediato y recurrió al "spray" (tiene tres, estratégicamente colocados en distintos puntos de la casa) más próximo, de garantizada contundencia y marca más que célebre.
Agitó, entreabrió, disparó. A la primera ráfaga letal, el enemigo, con una convulsión, cayó fulminado en un ángulo del riel inferior. Por si se recobraba, le dejó la posibilidad de salir a la terraza y luego al jardín, desde donde debió venir durante la madrugada anterior, con la intención invasora que, a la postre, lo había conducido a un pésimo desenlace.
Recordó a Roberto, quien sin escrúpulo alguno los posaba en su mano y los acariciaba, durante aquella plaga que del río viene en ocasiones y hace que Guayaquil sea una tortura.
Se estremeció.
Horas después, comprobó la irreversibilidad del "qué cadáver vas" y recogió, con un cucurucho de fabricación casera (prodigio de bricolaje extremo, confeccionado en rígida cartulina) aquella cosa, para tirarla a la basura.
Verdaderamente tiene una aversión insuperable a los insectos.
Si te he dicho mil veces (que no metas los caballos en casa), que hay que poner mosquiteras.
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