Estaba ya en la caja, pagando (pan de chapata, y 8 latas del brebaje menos tonto que ahora podía incluir en sus moderadísimas costumbres), y la empleada le recomendó, ambas muestras delante, dos botellas a buen precio de unos caldos en cuyo detalle ni quiso entrar.
Y con la barba de apóstol que para la comodidad había vuelto a dejarse crecer le dijo:
-- Me han retirado. Y le aseguro que estoy perdiendo el apetito: nada menos ilusionante que una paella o un cochinillo al horno a los que no puede citarse (como al toro de turno, con una media verónica o a puerta gayola) con tinto, blanco, incluso un cava, que el pobrecito no tiene culpa de las payasadas venenosas del separatismo.
Luego, camino del "roadster", reparó en la rareza de escucharse dar tales detalles a la cajera, que quedaba suspendida entre la comprensión y el estupor.
No estaba ansioso. Sí defraudado, melancólico, con un horizonte difuso, confuso, en el que el período de dos años de abstinencia prescritos podía ser tan conveniente e indicado como absurdo.
Sin asomo de tentaciones; mas con la inteligencia escindida entre el rigor y el arte.
¿Os parece extraño, me entenderíais?
"¡Jesús, Jesús, las cosas que hemos visto!"
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