Es la noche de Reyes. Oye rumores, siente movimientos
furtivos que procuran camuflar la actividad a escondidas con la que los mayores
colocan de madrugada los regalos para las jubilosas sorpresas de la mañana.
Ahora abre el día, entra con calma el sol por las
ventanas de rombos, arlequines y polichinelas, la luz sugerente a través de los
cristales emplomados.
Cuando ya ha cesado lo más bullicioso de las
exclamaciones, de las risas, escucha por primera y nítida vez la hermosa
música, la frase breve que ha inspirado el delicioso minueto de Luigi.
Y descubre su origen: sobre la mesita auxiliar en la que
desde siempre ha estado un elegante candelabro de bronce modernista, se posa
ahora, de repente, una cajita de primorosa madera taraceada con sutiles
detalles de esmalte. Si se levanta la tapa, surge, respaldada por un
semicírculo de finos listones verticales de biselado espejo, la bailarina que,
en sus evoluciones, hace florecer el inquietante y seductor estremecimiento de
su mínima falda, delicada como la transparente estructura de las alas de una
libélula.
Ahora, la vida… ¿sigue igual, cantores imbéciles?
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