Como era de prever, la temida aunque comprensible
deserción del componente joven que tomaba parte en las expediciones cotidianas,
se había producido pocas jornadas antes.
Y no obstante, el tándem veterano perseveraba con inédita
determinación, sin permitir que el incidente mermase con singular desánimo la
energía y la cosa.
El Hipocampo y lady Taladro insistían.
Para hacer (o intentarlo) menos rutinario el recorrido,
fueron poniendo en práctica algunos recursos tirando a frívolos e inútiles,
pero que podían motivar alguna risa, siempre de agradecer. Y así, examinando
rostros, actitudes, prendas de vestir, de los pocos seres en apariencia humanos
que a tan tempranas, o tardías, horas circulan por las calles, les iban
inventando alguna pincelada biográfica, mientras los clasificaban en dos bandos
principales: el de los que se habían levantado pronto (“al que madruga, Dios le ayuda”) y el de los que, posiblemente más
ateos, iban intentando recogerse después de alguna noche larga y toledana y
pasablemente infructuosa.
Conque fueron surgiendo algún trío de desvanecidas
“lolitas”, algún cuarteto de “jóvenes promesas”, de mozos que podrían participar
en San Fermín; el típico ciclista modelo hormiga atómica, el sesudo caballero
empeñado en perder los numerosos kilos sobrantes, la señora absorta en el mar y
el teléfono móvil…
Las vieron, ambas fumando, sentadas en un parapeto de las
pérgolas, al cabo de la primera pista. Un aura de complicidad íntima en sus
gestos y la deshora, y el Hipocampo aventuró:
“Son sáficas”.
Cuando pasaron cerca de ellas, las miraron con discreto y
casi jubiloso asombro: vestían sendas camisetas, en suaves tonos pastel, con
una orla impresa en cuyo centro rezaba, en letras de caligrafía hippie: María y
Amaranta.
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