Algo solemne, algo ufano de su empaque dorado y
monumental, contempla el salón desde la consola en la que rige el paso del
tiempo, la contabilidad puntualísima de las horas.
Está orgulloso de su fina maquinaria, del ingenioso
laberinto de orfebrería y precisión suizas que con leve, casi inaudible sonido
cumple implacable la tarea. Y, claro está, de su apariencia aristocrática de
señorón, de diplomático, de quizá noble aupado por el Corso Emperador a los más
enjundiosos entorchados del mariscalato, a las sedosas y níveas plumas del
bicornio con el que habría coronado su influencia en los gobiernos, el aura
espléndida de su poder.
Aislado en una urna/cúpula de fino vidrio, reitera con
elegante laboriosidad el giro alternativo del eje que sostiene cuatro esferas,
mientras su rostro nacarado e incrustado de pequeñas circonitas (que él sueña
genuinos diamantes, y que se afirma entre las cuatro columnitas de labrado
fuste) es un medallón que surcan las dos flechas, las dos agujas, cada una a su
concertado compás, desgranando los instantes de cada jornada.
Admite la consistencia de su paradoja vital: se desliza
en el tiempo, aunque anclado como un navío ornamental en Santander.
Cree que nada habrá de perturbarlo. No sabe lo que ya,
mañana mismo, como mañana, si Dios quiere, contaremos, trastornará su vida.
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