Aventura doméstica

Durante días, lo vino observando con una desconfianza que se imponía de manera creciente.

Caviló al respecto y contrajo la sospecha de que no era del todo imposible, dado el color dorado oscuro que iba tomando la visible rejilla, que una confabulación lamentable de ese color y algún inadvertido residuo de carácter grasiento produjese una indeseable llamarada repentina, y tal vez algo peor, de quién sabe qué alcance y dimensiones.

Así que se resolvió a desmontar, hasta donde su titubeante intrepidez y su acreditada torpeza para el bricolaje permitían, el extractor de la cocina.

Viérais los prolegómenos, la meditación trascendental que sería precursora de la elección del método a seguir; el surtido de herramientas destornilladoras de las que se valdría para desentrañar los mínimos anclajes de lo que, de todas formas, ya entrevió que no llegaría a ser una genuina investigación en profundidad; la escalera de mano, los trapos, los pulverizadores anti-grasa y pro-brillo, esponjas salvauñas, que así rezaba la imaginativa etiqueta, y un agua tan caliente que casi le quema las manos.

Procedió a soltar bandeja y carcasa, como piezas relativamente accesibles, y a su minuciosa limpieza, descartando un par de tornillos de extracción realmente innecesaria. Omitiré aquí otros pormenores.

Al fin de la operación, moderadamente exitosa, que ha incluido el acto de sostener el batiente frontal con la coronilla (no tonsurada), se ha ido directamente a la ducha.

Ahora respira con cierta sensación de un deber aplazado y finalmente cumplido. Aunque aún permanece en su ánimo un flotante aleteo de indefinible inseguridad.