Con el aire arrogante de un cacique tribal que en las selvas de América del Sur hubiese establecido su dominio, se envalentona en el arriate derecho del jardín y proclama un impresionante color que incluso mi ecléctico y dubitativo daltonismo se atreve a llamar verde, pavoneándose de ojos grandes, largas antenas y patas poderosas con cuyos resortes brincará cuando su valentía decaiga ante el chorro de agua que la manguera de regar reparte con cierto descuido y no mucho miramiento.
(Digan lo que digan, en otros ámbitos, el agua de las mangueras todavía no ha alcanzado a otros caciques arrogantes.)
Así que anda por ahí, reciente inquilino incorporado a la aventura y durante largos períodos de tiempo parece absorto en la reflexión de quién sabe qué procesos particulares, conectado a su misteriosa galaxia de mutante místico, cigarrón o saltamontes de más de diez centímetros de longitud y seguramente facultades y recursos que nos asombrarían.
No termino de fiarme de él, cuando me atrevo a mirarlo al soslayo, temeroso de sus intrigantes fintas de espadachín.
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