Si se mira bien, el meollo de la cuestión, y quizá la
cáscara, no parecen complicados:
Tenemos solamente siete notas. Así que les vamos dando
vueltas y las combinamos (como un rompecabezas, como un crucigrama) hasta que
se van ordenando de una manera determinada y he ahí que tenemos ya una melodía,
que hemos (¡qué bárbaro!) “compuesto música”.
Pero no sabemos cuál será el poquito de misterio,
¿concedido gratis et amore?, la
intuición que nos lleva a descubrir y elaborar esa sucesión de notas capaz de
acariciarnos el oído, el cerebro y el alma; capaz de erizarnos el vello, de
hacernos llorar, de emocionarnos mientras se remueve el pantano de las
nostalgias, mientras se mecen o agitan las flores blancas de los recuerdos
felices.
Conseguir esa serie de notas que asociaremos a instantes
y pasajes de nuestras vidas, ¿es una suerte de lotería? ¿A cualquiera puede
tocarle? ¿Podrá cualquiera ir luego y encima contar lo que pasa, ese delicado
arrullo, ese casi orgasmo, casi droga, las endorfinas, etc., la cosquillita
como de pila alcalina, la caricia de la amante en los finos pelitos del cuello,
que en inglés se llaman “babypelos”?
A nuestra embotada, despreciativa y ordinaria sociedad no
le iría mal reflexionar sobre ese poquito de misterio. Y aprender a respetarlo.
Para que tenga sitio alguna cosa diferente del ruido
engañador de los políticos, del pringoso dinero de los mercaderes, del
alpinismo insolente y fullero de las pequeñas e intrusistas meretrices de cartulina.
Para que un día podamos archivar lo de “margaritas a los
cerdos”.
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