Como el disco de plata que ya han dicho todos que es, la
luna llena (la “luna de día” de Juan Manuel) lo miraba por encima del mar.
Desde que, finalizando la tarde anterior, había asomado por la parte de atrás
de las casas, cada uno había pasado la noche a su modo regular/irregular.
Apenas se levantó, volvió a escuchar por enésima vez el
instrumental que compusiera dos días atrás y que lo dejó exhausto. Solemne,
triste, como cabía esperar de aquel tránsito, de aquel tiempo. Mientras,
observó distraído los libros que se amontonaban ya con creciente confusión en
la estantería; el desorden general de esa habitación-leonera donde hacía
música, escoltado, vigilado por las guitarras que, enfundadas en sus negros estuches,
soportaban en sus cuerdas, en sus piezas metálicas, la minuciosa devastación
del salitre, un poco parecidas en su posición vertical a esos guerreros chinos
de terracota que habían sido el asombro y la principal atracción del Fórum de
Barcelona, a la postre más ruido que nueces. Por cierto, pensó un instante, asumir
los distintos grados de protagonismo, las diferentes estaturas, es otra forma
de sensatez. Igual convendrían menos eventos y más sosiego.
Volvió a lo suyo: él sabía por qué, había titulado
provisionalmente esa música – no sé si pavana o chacona – “Cyrano trae la luna para Roxanne”.
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