Refraneros que somos.
La expresión en los rostros, los gestos,
las actitudes, que tienen algo de atletas, de héroes, de santos iluminados, de
concentrada reflexión o de arrebatada excitación acerca de los breves minutos
que enseguida vivirán; o en los que remotamente alguno morirá (de ahí, la
verdad del riesgo), aunque la posibilidad sea sólo aritmética, como la lotería,
o menos, porque ésta suele tocar a alguien siempre, mientras que lo otro, la
muerte en esa coyuntura, parece ser que, estadística en mano, rara vez se
presenta.
Entre el atavismo y la adrenalina, ahí
van los mozos (casi ninguna moza: ¿dónde se esconden en ese instante las
feministas, tan igualitarias, tan competitivas, tan reinas de los mares con su
sectario protagonismo a cuestas?), en muy tumultuoso, turbulento, temerario
tropel, esto es el hábito de la aliteración, Uds. perdonen, rodeando,
sumergiendo en su febril marea apasionada, en su alcohol enardecido, las astas
enhiestas que pueden empitonarlos, los lomos poderosos, calientes, el ruido de
las duras pezuñas, el fragor de la carrera, los resbalones, los tropiezos, el
olor salvaje de los mezclados sudores de fieras y hombres...
San Fermín en Pamplona, que ya tenemos
de otras ocasiones comentado y observado con asombro, vuelve a mostrar cada año
el encierro con los Miura, los Victorinos, etc. No discuto que haya fascinación
y valentía en la barbarie; magnético morbo, en ese voluntario flirteo con la
posibilidad de adelantar el encuentro con la que nunca, al cabo, nos dejará
tirados.
Sarna con gusto, ya lo decíamos.
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