Quién seré yo, ¿verdad?, para tener opinión, incluso si se queda en
expresión privada. Pero pasa que los criterios son más o menos libres y que,
cuando la gente se sitúa y exhibe en un escaparate, es normal e inevitable que
los transeúntes miremos y opinemos, claro que sí.
La infanta imputada (sorry) ha adoptado, o lo parece, una
actitud de cerrar filas con el marido aventurero. Y mira que la chica siempre
pareció formal y juiciosa, con su trabajito serio y catalán, y muy tenaz en la
cosa de que el deportista alto le fuera haciendo hijos más bien rubios y
guapos. Pero “dos que duermen en el mismo colchón...” O “la puede” el embeleso
o hay lío cierto de dinero raro compartido y, lo enfoque como quiera, ella es quien
es y ahí tenemos un problema porque antes del casorio ya pertenecía a una
familia que no es una más, desde luego que no.
La reina consorte, y griega de suyo, quien durante lustros nos ganó a casi todos con el peinado impecable e inalterable, la afición por la música, cierta mesura en la conducta, sobriedad general y una buena reserva de educada discreción, ahora se ha creído que es una madre corriente, que resulta que no lo es, y ha tirado por una especie de deriva de gallina sometida a la genética y a las hormonas. Pero su papel compromete mucho y no serviría ni la excusa de un chocheo postmenopáusico. ¿Qué ha ocurrido en las entretelas cerebrales de la señora del Rey?
Finalmente, unos ojos bonitos. Y, queremos imaginar, algún otro primor a juego; del carácter, los humores, cualquier suposición acaso sea posible.
Empezó su andadura gloriosa dando muestras de estudiar a fondo para no desmerecer en el cometido correspondiente y adquirido. Luego la afición al quirófano estético ya pudo ir sonando levemente a inoportuna frivolidad. Pero ahora, se dice (y para mero bulo maligno sería muy arriesgado de propagar) que le han entrado unas cosquillas callejero-noctámbulas, trasnochadoras en demasía y por libre (prescindiendo de su príncipe azul o no, soso o no que sea, pero elegido, cortejado, cazado al fin como todos, que queda con desairada y frágil aureola, con tanta inquieta “marcha” por medio); unas cosquillas típicas de casadas semijóvenes y urbanitas insatisfechas; y que se siente una pretensión de elegir por cuenta propia cuánta dosis de entrega resultaría proporcionada, razonable, compatible con tal brisa de independencia.
Y, Princesa, ahí, como yo en cualquier piscina o, mejor, rústica y entrañable alberca pedroseña, ya no hacemos pie. El papelón incorporado, vayan los tiempos mejores o peores, tiene su lado exigente. Y no se puede (con C o con Z que te escribamos el nombre encantador que compartes con la preciosa, y sólo de apellido, Casta, quien por su parte lo latiniza con garbo de cariátide) nadar y guardar la ropa; o más a lo litúrgico, estar en la procesión y repicando, por si acaso llegares a reina de España.
No cabe discutir la importancia de los pedestales de estas tres señoras, ante los cuales tanta aprobación y aplauso se han venido concitando.
Que desde luego no son inconscientes ni involuntarias cuando recorren el itinerario que las mece en tan brillante galaxia.
Pero el escaparate compromete; y las cosas, los logros, las personas tienen/tenemos un precio, una factura, una obligación que pagar, con la que corresponder a los premios.
Así que...
La reina consorte, y griega de suyo, quien durante lustros nos ganó a casi todos con el peinado impecable e inalterable, la afición por la música, cierta mesura en la conducta, sobriedad general y una buena reserva de educada discreción, ahora se ha creído que es una madre corriente, que resulta que no lo es, y ha tirado por una especie de deriva de gallina sometida a la genética y a las hormonas. Pero su papel compromete mucho y no serviría ni la excusa de un chocheo postmenopáusico. ¿Qué ha ocurrido en las entretelas cerebrales de la señora del Rey?
Finalmente, unos ojos bonitos. Y, queremos imaginar, algún otro primor a juego; del carácter, los humores, cualquier suposición acaso sea posible.
Empezó su andadura gloriosa dando muestras de estudiar a fondo para no desmerecer en el cometido correspondiente y adquirido. Luego la afición al quirófano estético ya pudo ir sonando levemente a inoportuna frivolidad. Pero ahora, se dice (y para mero bulo maligno sería muy arriesgado de propagar) que le han entrado unas cosquillas callejero-noctámbulas, trasnochadoras en demasía y por libre (prescindiendo de su príncipe azul o no, soso o no que sea, pero elegido, cortejado, cazado al fin como todos, que queda con desairada y frágil aureola, con tanta inquieta “marcha” por medio); unas cosquillas típicas de casadas semijóvenes y urbanitas insatisfechas; y que se siente una pretensión de elegir por cuenta propia cuánta dosis de entrega resultaría proporcionada, razonable, compatible con tal brisa de independencia.
Y, Princesa, ahí, como yo en cualquier piscina o, mejor, rústica y entrañable alberca pedroseña, ya no hacemos pie. El papelón incorporado, vayan los tiempos mejores o peores, tiene su lado exigente. Y no se puede (con C o con Z que te escribamos el nombre encantador que compartes con la preciosa, y sólo de apellido, Casta, quien por su parte lo latiniza con garbo de cariátide) nadar y guardar la ropa; o más a lo litúrgico, estar en la procesión y repicando, por si acaso llegares a reina de España.
No cabe discutir la importancia de los pedestales de estas tres señoras, ante los cuales tanta aprobación y aplauso se han venido concitando.
Que desde luego no son inconscientes ni involuntarias cuando recorren el itinerario que las mece en tan brillante galaxia.
Pero el escaparate compromete; y las cosas, los logros, las personas tienen/tenemos un precio, una factura, una obligación que pagar, con la que corresponder a los premios.
Así que...
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