Acaricia la idea
de un enérgico y firme magnicidio.
Su presunción no peca
hasta el extremo de creerse que es
el último elegido del Destino
para poner las cosas en su sitio
del que otros sátrapas que irán llegando
las descabalgan una y otra vez.
Sabe que vanidades y ambición,
las ansias desmedidas de poder,
el estúpido y terco relumbrón
no cesarán, pariendo
los perversos, dañinos esperpentos
que a la ruina a su nación conducen.
En las páginas de los historiadores
vuelve a encontrar al Senado romano,
Bruto y los otros altos conjurados
para dar al tirano puñaladas
y acabar con su cuento.
Es modesto: su determinación
no es heroica ni entrará en la leyenda
que glorifican lápidas de mármol,
inscripciones, laureles, efemérides.
Todo eso sobra; sabe que si a Kennedy
lo segaron sin gran dificultad
-porque matar es fácil-
lo de ahora y de hoy está en su mano,
y elabora su plan elemental
de eficacias que van a asombrar luego
a los telediarios que hallarán
en la noticia pasto de consumo.
¿Es el sueño de un porro fantasmal,
un antojo que crece en la espiral
de volutas de humo?
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