que acercan o distancian a los parientes en una misma
familia.
De un primo hermano (también de la logia del daltonismo,
la blanca barba y el carácter reposado) que tuve, un quinteto de sobrinos
segundos, que así creo que se dice, anda repartido, distante por distintas latitudes.*
Para facilitar la nomenclatura y el protocolo, las veces
que iba a visitarlos, cundió entonces el eco de que aquellos críos me llamasen
también “primo”.
El menor, a quien casi no he tratado, se ha vuelto
entomólogo, curiosa especialidad de la que ocasionalmente, en su nombre, he
presumido. Y antes que él, revolvían el mundo sus cuatro hermanas.
La mayor, por aquellas lejanas fechas, usaba un flequillo
a lo Mac Cartney, como mi padre señalara un día y conserva todo el aire de
familia; la segunda, sofisticada, que alguna vez vino a cenar conmigo, andando
el tiempo, en la Villa del Oso y el Madroño; la cuarta, en apariencia más
sobria, quizá por todo el empujón de aquella numerosa tropa. Y la tercera que,
según creo, va luchando con sus vicisitudes de salud en un país relleno de
finanzas e hipocresías funcionales de la civilización europea; y que era la más
bulliciosa y expresiva, trepando sobre mí como si yo fuera un árbol a mano para
los juegos.
Tantas décadas alejados y ahora a menudo me da señales de
leer las fantasías y los más o menos filtrados aconteceres que el Hipocampo
hace vibrar entre las aguas de su acuario solo.
Al modesto castillo que podría simbolizar esta familia mía
(y de cuyas otras alas ya se escribirá, Dios mediante) me siento vinculado,
desde los fosos a las almenas, a mi modo que, por no convencional, no ha de ser
peor que otros posibles.
Aunque en general, no parece que se ocupen demasiado de
mis andanzas, quizá sintiendo, creyendo, que soy ¿el perro verde, el “raro”?
Cosas de familia, tú.
(*Estas palabras en cursiva son señal precursora de alguna
canción de los ochenta que acaso me permita estrenar todavía esa ruleta que
llaman suerte.)
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