viernes, 6 de febrero de 2015

Papeles desprendidos de un cuaderno con moho (II)



Aunque por esta vez, no me inventaré historias. Reseñaré tan sólo que cruzar las miradas no es más (¿no es más?) que coincidencia y al mismo tiempo el silencio sonoro que sugiere la proximidad de otra vida, de otro plano, de otro abismo que pasa ligero, vibrando al lado nuestro, para perderse enseguida y para siempre, olvido de los sueños de un momento.

Surgías de entre tres o cuatro guapas, integrantes de un almuerzo de empresa (docena larga de comensales, entrando al restaurante). Fuera de que vuestra conversación naturalmente fluyó con moderados tonos y volumen, tampoco habría podido entenderos, con el poco francés que conservo del que tan bien nos enseñaba Don Miguel Fernández de los Ronderos, en San Francisco de Paula.
Pero lo fascinante era mirarte: el color aceituna de tu piel tersa, los suaves labios prominentes; las grandes gafas elegantes, los zarcillos largos de leve filigrana, colgando como racimos delicados; tu casi delgadez enfundada en el vestido negro, tus ademanes interesantes… y alguna mirada de soslayo que dejaste flotar hacia la mesa en la que, solitario, daba yo cumplida cuenta, y sin perderte de vista, de un suculento entrecot.
Por entonces era este servidor, como ahora, más del rioja que del ribera de Duero. En fin.
Cuando me levanté, satisfecha la parte más controlable de los “bajos instintos”, y salí al frío de la calle antigua, ya iba la fantasía desbocando los frenos de la lógica.

– ¿Cuándo fue aquello?
– Hace siglos: yo aún vivía en Madrid. 
– No te ha quedado mal eso del silencio sonoro que sugiere   
– El encanto juguetón de las aliteraciones, ¿verdad?     

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