Aunque por esta vez, no me inventaré historias. Reseñaré
tan sólo que cruzar las miradas no es más (¿no es más?) que coincidencia y al
mismo tiempo el silencio sonoro que sugiere la proximidad de otra vida, de otro
plano, de otro abismo que pasa ligero, vibrando al lado nuestro, para perderse
enseguida y para siempre, olvido de los sueños de un momento.
Surgías de entre tres o cuatro guapas, integrantes de un
almuerzo de empresa (docena larga de comensales, entrando al restaurante).
Fuera de que vuestra conversación naturalmente fluyó con moderados tonos y
volumen, tampoco habría podido entenderos, con el poco francés que conservo del
que tan bien nos enseñaba Don Miguel Fernández de los Ronderos, en San
Francisco de Paula.
Pero lo fascinante era mirarte: el color aceituna de tu
piel tersa, los suaves labios prominentes; las grandes gafas elegantes, los
zarcillos largos de leve filigrana, colgando como racimos delicados; tu casi
delgadez enfundada en el vestido negro, tus ademanes interesantes… y alguna
mirada de soslayo que dejaste flotar hacia la mesa en la que, solitario, daba
yo cumplida cuenta, y sin perderte de vista, de un suculento entrecot.
Por entonces era este servidor, como ahora, más del rioja
que del ribera de Duero. En fin.
Cuando me levanté, satisfecha la parte más controlable de
los “bajos instintos”, y salí al frío de la calle antigua, ya iba la fantasía
desbocando los frenos de la lógica.
–
¿Cuándo fue aquello?
–
Hace siglos: yo aún vivía en Madrid.
– No
te ha quedado mal eso del silencio sonoro que
sugiere…
– El
encanto juguetón de las aliteraciones, ¿verdad?
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