Fue
como un vuelco, un suceso imprevisto; algo que, por tendencia personal, estaba
alejadísimo de las posibilidades.
Y,
de repente, me salió, me puse a quererte sin ambages, sin atenuantes, sin (qué
cosa, ¿eh?) una reflexión que no habría encontrado su sitio.
Treinta
y pico de años. Los pasos que dimos, los que nos indujeron a dar, han sembrado
una distancia que sigue sin reducirse por completo.
Las
cartas que, con daño compartido, no se ponen bocarriba, prolongarán este
sinsentido: este “sindios”, para
acogerme a uno de tus giros.
Lo
que acaso más me esté doliendo ahora es que no es “como si no hubiera un mañana”, sigo citándote, sino que ya apenas
nos va quedando mañana que malversar.
Dos
lucerillos cuyas órbitas dan trompicones y no se encuentran; dos piedrecitas
pendientes de un engaste común.
A
pesar del tirón que nos tenemos y del que tratas de renegar. Del ADN ese que,
escúchame, no podrá quitarnos nadie.
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