De
algunas características de los britanos discrepo notoriamente.
(Sabido
es lo suyos que son, que ni Adriano con su muro ni la luminosa seducción romana
pudieron con ellos.)
Aunque
un no sé qué remoto, cuya explicación desconozco, me los acerca de vez en cuando.
Y no es solamente el whisky.
Y
es que son isleños irreductibles, enamorados de su campo húmedo y verde (a eso
me apunto) y de sus canciones folclóricas tradicionales (a eso, también) de
general templanza, incluso en sus aires más festivos.
Ahí
está Kate Rusby, en su Documentary que difunde internete: repentina risa
cascabelera y caracolillo de rizo rebelde, sujeto con mínima pinza de niña que
el tiempo (a quién no) después le ha dejado huella, pero nunca le ha quitado
ese detalle.
Ni
los gestos de natural sencillez; ni la voz limpia en la que la noble lengua
inglesa (que lo es aunque otras veces tanto nos satura y tortura) suena como
una tierna caricia confortable.
Qué
lejos de las uñas de bruja, del exceso de los maquillajes bizarros, de tantas
otras cosas. Qué lejos de las “rosalías”.
Gracias,
Kate, porque para nuestro descanso prevalezca el encanto sobre la epidemia de
algunos “sexys” más que discutibles.
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