Alrededor del vistoso Elton John, "Rocketman" anda entre el documental biográfico, más o menos fidedigno, y el musical, trazando una reflexión sobre el dolor y la gloria, los sueños y la ambición del éxito, los dramas o tragedias del ídolo con frustraciones del niño y del adulto que, arrebatado de vértigos, entra de lleno en una espiral de excesos -- alcohol, drogas, desenfrenos varios -- que tampoco le van a resolver los complejos y las inseguridades del carácter y la condición sexual.
Ni mucho menos la soledad, extendida y grave hemorragia.
De paso, hay lugar en el film para señalar a los parásitos y los satélites de una órbita manifiestamente desaforada y galáctica, y para revisar el siempre hiperbólico y en ocasiones ridículo vestuario, la colección fantástica de las gafas, la puesta en escena gesticulante con que el espectáculo de este divo "tiene que continuar": ese negocio poliédrico, tóxico como la más peligrosa de las medusas.
Ese Olimpo de dioses con pies (y todo lo demás) de barro, de la arcilla elemental con la que se entretiene en moldearnos el misterioso Alfarero, en caso de que lo haya y no seamos apenas una peculiar, casual, tirando a absurda carambola del Big Bang.
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