Rudos, rústicos arqueólogos excavan intrépidos el suelo viejo del lavadero. Pertrechados de armas bizarras, herramientas de agresivo aspecto, ruidosas en demasía, van abriendo las entrañas del recatado recinto, como primer paso en la restauración/reconstrucción de la antedicha zona de la casa.
Fumadores, recios acentos andaluces, tan proverbiales como escasamente justificables niveles de buen humor, en esta fría mañana de noviembre.
Con una estremecida aleación de estupor y espanto, contemplo el caos, intento permanecer en guardia, advierto reiteradamente de la fragilidad inherente al indispensable cableado que una compañía telefónica y otros avatares tendieran en el pasado como conexión fantástica con el incomprensible planeta; descarto imágenes de la confusión, procuro equilibrar la demediada psique y aplicar un remoto resto de energía inverosímil al sucedáneo de terremoto que la sublime decisión ha incorporado, sembrando este trastorno de albañilería y casi algarabía, mientras las dentelladas rastreras de los aspirantes al puesto de primer cacique de la Junta de Andalucía proliferan en los correspondientes debates, brillantes muestras de mediocridad, ordinariez, argumentos gastados, apelaciones sainetescas y ridículas a la sustancia profunda del sentir popular y otras volutas histriónicas del más tonto jaez, tan cínicas, falsas y vulgares que dan ganas de haber nacido en otra tierra, menos cacareada por sus innumerables vampiros y mucho mejor tratada, querida y respetada por todos.
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