Érase una vez... un Rey que encomendó un retrato, o un paisaje, que ello no importa ahora, a cierto pintor de corte cuyo arte y honrado oficio durante años le habían hecho merecedor de fama, respeto y reconocimiento.
Terminado el cuadro, se presentó su autor llevándolo a Palacio, donde a la sazón se celebraban cena y baile de gala. Su propósito no era de vanagloria ni de cosa que de inoportuna pudiera tener el nombre: solamente hacer entrega de la obra recién acabada al intendente y luego, porque con el Monarca tenía el predicamento que hacía innecesario el protocolo de la invitación, cumplir con un discreto saludo y retirarse a su taller en el que otra labor ya lo estaba esperando.
Mas intervino en la ocasión quien hizo correr el rumor de que nuestro artista (queremos llamarlo así), sin considerar el momento, pretendía con insolente y apremiante ordinariez el cobro inmediato de su trabajo.
Sospechó la insidia el pintor y una justa cólera se fue encendiendo en su ánimo y, no tanto como Aquiles cuando retaba al primogénito de Príamo ante las murallas largamente sitiadas, pero con decisión y tono bastantes, dando voces por los distintos salones, inquirió:
-- ¡¿Dónde está ese hijo de puta?!
Consternóse la asistencia; apareció demudado el cortesano intrigante, petimetre con poca estructura corporal aunque venenosas y frívolas la lengua y la intención. Y sin más, el pintor, contra su natural templanza que tampoco correspondía a la de un hombre que no era (ni fornido, ni luchador para nada), le propinó tal tratamiento que lo dejó hecho añicos como un teléfono móvil pisoteado.
Tras el revuelo, se calmaron las aguas y prosiguió la recepción. Y, antes de retirarse, a una dama que le importaba -- y con la que andaba en amores contrariados --, porque había llegado a creerlo capaz de tamaña impertinencia, la increpó (entre los espejos, las deslumbrantes lámparas, las mamparas de fino cristal tallado, las joyas, sedas y brocados de los atuendos) con un:
-- ¡Mírame a los ojos!
que ella tuvo que rehusar con turbación.
(En la madrugada, el Hipocampo rescata así los restos del sueño de esta noche, antes de que los borre el acostumbrado naufragio de la memoria; y percibe ahora el tic-tac del reloj que, en la pared, desgrana con su compás la cuenta inexorable.)
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