A cuestas con el “tuneado” y el
“bricolaje” extremos, se nos ofrece ahora una entrega más de Mad Max.
Lo primero que el espectador aficionado
a este género de cine debe recordar siempre es que lo que suele llamarse argumento está condensado, sintetizado,
esquematizado tan a tope, que casi podríamos decir que llega a su completa
desaparición o inexistencia.
Y una vez superado este, para algunos,
escollo, Ud. tiene por delante el gozo inabarcable de los espacios gigantescos,
desérticos, apocalípticos en los que los más feroces, crueles y bizarros
guerreros/delincuentes y los más desaforados mutantes del caos futurible se
revientan sin descanso, sin tregua, sin límite, en los antípodas de la conducta
mínimamente modosa.
Curiosamente, la parte visual de estos
“films”, quizá habría que decir filmes o, tal vez, “pinículas”, no carece de belleza, por muy delirante que ella sea.
La banda sonora hace todo lo que puede
por realzar la acción (que trepidante, es poco decir) y por suplir la enorme
ausencia de cualquier cosa parecida al diálogo.
En fin, a mí me gusta esa variedad del
enloquecimiento, dentro del espectáculo; y soy de los que recuerdan a Mel
Gibson, cuando (de todo hace ya más o menos 30 años) interpretaba las primeras
aventuras y desventuras del personaje original y alimentaba las calenturas
juguetonas, más exageradas que reales, de Belmonte y Santiáñez, a las que con
desigual intensidad yo amaba.
Quizá se puede resumir la cinta diciendo
que es todo un prodigioso exceso de los que el Hipocampo no suele perderse.
Otrosí: “Suite Francesa”, plúmbea y
lenta, a pesar de su carga dramática, de su casi banal romanticismo, rayano en
el trasnocho. Y muy insípida, la pieza musical que le da nombre y sirve de
pretexto.
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