A él.... bueno, a él ya lo habían ido cercando los
rumores: en un pueblo de costa, con apenas mayor trastorno que la anual
migración de los turistas (lo que antes se llamaba “forasteros”), cundió la especie,
aunque falsa, de que traficaba con armas, de que andaba metido en la
prostitución organizada (esto lo cotilleaban incluso en las pacientes y
desdeñadas colas de usuarios de los bancos) y quién sabe qué cosas más,
preferentemente ilegales. Confusos origen y procedencia (maestro Fernando,
cuánta deuda), los lugareños habían terminado por apodarlo “el marsellés de la
Antilla”, que algo sonaba a surrealista nombre de guerra de matador de toros o
bucanero anacrónico.
Ella vivía su esquema familiar erosionado ya, un poco
rutinario, un bastante “estresado”, en un pueblecito floreciente próximo a
Córdoba, donde pequeñas traslaciones de política doméstica entre PP y PSOE, los
dineros, los medros signaban, año tras año, el calendario de la vida de todos,
un poco anestesiada entre urbanizaciones y cotilleos.
Lo que las gentes – de ambas latitudes – absolutamente
desconocían era el sueño y la dicha compartidos: el amor que la derretía a
ella, el amor que a él lo ponía a arder. El hecho de que se añorasen mutuamente
como dos drogadictos que no pudieran pasar sin su dosis; el conmovido llanto
incontenible que les nacía de los ojos cuando se rozaban en los más delicados
tejidos de la sensibilidad emocionada, porque sin remedio tenían que separarse,
cada uno a su vida.
Lo que las gentes no sabían era que, cuando ella volvía a
sus cosas, era arrancándose de la necesidad que de él sentía; y que él se
quedaba vacío hasta las trancas porque ya no tenía de ella la espalda, los
ojos, los labios exigentes, las perfumadas axilas de seda, el sabor del cuerpo,
la vitalidad alegre y sonora de la mujer que de repente estaba significando el
reingreso al paraíso.
Pero lo que sí estuvo claro fue que cuando las amigas de
ella, un poco entre envidiosas y cansadas de tanto comentario enamorado y
elogioso, le preguntaron
–Y tu novio, ¿a qué se dedica?
ella pudo responder con verdad y cierta
complacida ufanía
–A
quererme.
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