Desde las patosas e inmadurísimas inocencias bobas de los
años 50 hasta la dispersión obstinada y estéril de nuestros días, la música
popular de consumo en España no ha conocido peor y más estafadora época que la
que, con aterradora nostalgia, los cerebros más deshechos de nuestra población
añoran y ponderan y cubren de un barniz de inútil e inmerecido resplandor.
Llaman a esos años de torpeza la Movida y, entre
demasiadas copas y otros “alicientes”, tuvo lugar principalmente en Madrid,
ciudad resignada a sufrir cualquier desafuero.
En ella vivía yo, cuando la epidemia se fue extendiendo
con velocidad y profundidad, camuflando sus ignorantes atrevimientos e
impertinencias con burdos disfraces seudoculturales y progresistas. Contra los
que hablan de música y arte en general, aquel aquelarre de insolentes, aquel
barato y tardío “retablo de las maravillas” apenas tuvo sustancia fuera de su
carácter marcado de zarandeo sociológico e iconoclasta, de gansada
multitudinaria perpetrada por gente
entonces joven que se amparaba en supuestas rupturas sin tener aportaciones y/o
innovaciones de calado siquiera menor que ofrecer.
Fueron muchos a la tarea; lo cual, más que concederles
entidad en el empeño, demuestra que las mayorías a veces se imponen sin razón y
a bulto. Hubo incluso un alcalde que, espabilado y malicioso, hizo de bufón
populista alentando aquel dislate.
Y todavía sobreviven parásitos que explotan los réditos
de aquella mema pantomima, de aquel presuntuoso y vacuo circo en el que los
payasos casi nunca tuvieron gracia, los acróbatas perdían el equilibrio y las
fieras deambularon sueltas y desorientadas por la impericia de los domadores.
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