El verano, desengáñense, es esa estación
incómoda de calores, turistas a granel, a veces “tenaz sequía”, carreteras
atestadas, mosquitos sobre todo al atardecer/anochecer, grillos para septiembre
u octubre, un primor, vamos.
Imagínanos, oh Máximo, luchando con
denuedo, con desesperación, otras veces con desánimo contrito, por equilibrar
la ventilación, la despiadada temperatura, la iluminación y la indispensable
defensa contra los insectos, esos hermanos amadísimos del santo de Asís, creo
que era de Asís, esto significa cuidado de noche con las ventanas abiertas y
las lámparas encendidas a la vez, míralos, Máximo, entrando alevosamente,
cuatro, cinco, posados con ostentación insolente, amenaza oscura contra el
techo inmaculado de escayola del salón, sálvese quien pueda, aquí también, en
la cocina, ése enorme, quizá ahíto ya de anteriores sangrías, dos, tres más,
pleguemos, Maritere (Flit en ristre) fumigando cielo y tierra, mar y aire, que
no nos mande Dios todo lo que podemos “desoportar”.
A la mañana siguiente, al unir los
platos/vasos del desayuno a los que de la víspera yacen, testigos de la cena,
en el fregadero, comento:
“Hay un cadáver de mosquito en el
residuo de zumo de tu copa de anoche”.
Es lo que, oh Máximo, los forenses
denominan la muerte anaranjada.
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