Que parece que sí quiere Dios.
Con la no mucha frecuencia que consentían sus bolsillos,
más magros que otra cosa, los dos Rodrigos iban a merendar, grandes aficionados
a la repostería, en el establecimiento, entre romántico y tierno, de una joven
señora chilena, preciosa de volúmenes y de andares, que con su peculiar acento,
quizá un punto empalagoso, los atendía y les daba algo de distraída
conversación, salón de té/confitería, bajo los conocidos soportales de piedra y
tiempo.
Se ve que cierta afinidad en el compartido origen
ultramarino (el colega era ecuatoriano), y que la mujer debió valorar la
apostura de nadador atlético del violonchelista, los fue llevando con suavidad
a ambos a un enamoramiento que en pocos lances cundió en pasión volcánica,
desatada e incendiaria.
Él, contemplativo, respetuoso, dejó sitio a los
enamorados y fue raleando su asistencia.
Cuando el curso terminó, el ecuatoriano tuvo que regresar
a su tierra. El que ahora recuerda, a la suya, un mes más tarde, durante el
cual mantuvo con la señora chilena la más escrupulosa y correcta relación
residual de amistad.
Ahora aterriza en el presente; guarda las limas, el hule
a cuadros de los deberes de su hija niña, recuperado estos días. Desconoce qué
habrá sido de aquellos enamorados.
La gran lima es el tiempo.
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