Son fáciles de encontrar en las familias.
En la región catalana, tan azuzada por sus impecables y
suntuosos políticos separatistas al exotismo y la disidencia, reside la hija
mayor del mayor de mis primos, E. ya fallecido.
En más de una ocasión me ha comentado cómo le recuerdo a
su padre, la barba blanca, el modo de ser tirando a reposado, acaso otros
detalles coincidentes.
Aunque quizá no conozca (por ya antigua) la anécdota que
se contó durante mucho tiempo y que a él y a mí nos celebraron entre risas: yo,
de edad de doce o trece años, me había atrevido a comprar una camisa-polo (esto
ya da idea del chorro de lustros transcurridos) creyéndola de color negro, que
resultó ser en verdad lo que las “personas normales” llaman vino tinto. Y una
tarde, al entrar yo con aquella prenda por el jardincillo de la casa donde
vivía E. con sus padres y hermana, viéndome él llegar, desde una ventana
preguntó por qué venía tan vestido de luto el primo Rodrigo.
Entonces el daltonismo era cosa rara y bastante
desconocida, y comprobar nuestra cualidad compartida dio para diversas chanzas
familiares bienintencionadas.
Por otra parte, de mí se dijo siempre que, en los rasgos
físicos y en el carácter, era “clavado” a mi padre. Esto, que va a mucho más
con la edad, me produce un orgullo creciente y casi retador que ninguna justificación
necesita.
Y ahora mi unigénita, que en el fondo ya se va riendo,
comprueba de a poco que la resistencia, aunque quizá coherente, es, al cabo,
inútil y que “de tal palo, tal (hermosa y mejoradísima) astilla”.
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