Sabemos
que, en los racimos, las cerezas se enganchan entre sí y tiran unas de otras.
Si no, ya me corregirán los frugívoros.
De
forma parecida, de una sugerencia “made in” I. Cortázar, amigo histórico,
nativo de ese Baracaldo, grato y cordial,
ha partido mi curioseo personal sobre Richard Bona, intérprete de diversos
instrumentos musicales, compositor de melodías felices y voz y talento a juego,
que su biografía refiere y remarca desde su niñez en Camerún.
Con
los resultados admirables de un carrerón múltiple y fecundo, con el modo
cariñoso con el que trata a sus bajos de cinco cuerdas, este señor nos abre el oído a
satisfacciones de refresco, demostrando una vez más la resplandeciente variedad
del mundo, la belleza que pueden contener los sonidos del habla de pueblos que
no conocemos y el largo milagro del lenguaje articulado.
Y
desde ahí, dando otro paso azaroso, me veo entrando luego por “un jardín de senderos que se bifurcan”
(como decía el ciego argentino genial) y yendo a dar con Charlotte Dipanda, con
Hervé Nguebo, quienes refuerzan lo que hoy escribo y nos dejan en la
certidumbre resignada, no hay otra, de que 1000 vidas se nos quedarían cortas.
Vaya por Dios.
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