A
través de internete (que si no es pozo sin fondo de sabiduría, puede que lo sea
de información y confusiones) me llega la noticia de la muerte de Tomás Muñoz.
No
pretendo, Dios me libre, ser gratuitamente irrespetuoso si, con tal nombre, no
demasiado insólito, asumo que se trata solamente del poderoso ejecutivo que
conocí apenas cuando de forma transitoria y apresurada fui “artista” de CBS.
Cuando
Hispavox se desentendió de mí, lo cual nada sorprende, Manolo Díaz Pallarés
asombrosamente me fichó para la escudería que gobernaba Tomás en Madrid y que
se atrevió a publicar mis “Canciones de amor y sátira”.
Dos
veces lo vi de cerca al “jefe”: una, creo, supongo, a la firma del contrato; en
la segunda, ceremonioso que era él, me alabó una corbata que yo había comprado
en Londres y llevaba puesta para la ocasión y me propuso hacer una versión de “Llamando
a las puertas del cielo” de Bob Dylan, de quien declaro admiración y de quien
admito alguna influencia que con posterioridad se ha ido desvaneciendo. Y claro
que Muñoz (burócrata al fin, con la impostada superioridad displicente que
confieren los altos despachos, inseguro de la calidad de mis canciones, y desde
luego desconfiando de su rentabilidad comercial) pinchaba en hueso, con el
autor numantino que yo era ya por entonces. Decliné su sugerencia y a poco
rescindimos el contrato, con lo que debió ser cierto alivio mínimo y
rutinario/administrativo por su parte.
No
sé si en este tiempo deficitario quieren ascenderlo (méritos tendría) a leyenda
de vaca sacra. Tenía, o le atribuyeron, una ocurrencia, un aforismo de discutible
encanto: “la música no es una vocación,
es un apostolado”, lo que para ser otro discográfico mercader, como todos,
de nuestros sueños, ya sonaba a verborrea fantástica y apócrifa del Opus Dei.
Cabe
otro panegírico, y es que a todos nos llegará el turno también de que Dios nos
dé salud como descanso, etc.
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