Empachados
por la artificialidad que han amontonado, los habitantes de las ciudades buscan
un alivio a sus rutinas y vuelven los ojos al campo del que muchos huyeron
durante ya va para más de un siglo.
Porque
la vida en el campo tiene exigencias, trabajo duro, y recompensa, de saberla
sentir, que las modas no entenderían por ser escasa en seducciones y oropeles
materialistas.
Así
que la conclusión general ha sido que, en la ciudad, el medro sería más fácil,
o rápido, o cómodo; cundió la alucinación, incluso cuando la realidad
escarmentaba con las evidencias de que ahí tampoco se ataban los perros con
longaniza…
-Viva el casticismo.
Y
que el resultado de tan sostenida, insistente y atropellada avalancha pasaba
factura rigurosísima y enloquecida, como a los espejismos corresponde.
Vámonos
al campo de vacaciones. Pero somos ñoños urbanitas, malcriados, ignorantes y
nos molestan el gallo cantor del amanecer, los rebuznos asnales, el rumor, y
mira si es bucólico, de los rebaños, la campana de la iglesia de toda la vida…
¿No
podría cambiarse el campo, volverse una tontería Disney, un mero documentalito
idiota de televisión, un logotipo turístico comodón, algo -no importa que
falso, ni que imposible- que se ciña y adapte a nuestros infantilizados y memos
antojos?
La
torpeza de estos viajeros transformados en plaga invasora, en hojarasca que
decía don Gabriel, no ha tenido suficiente con las playas, con la costa; se
propone, de un tiempo acá, la “modificación” del campo.
-Apaga.
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